Por cuestiones de organización familiar, recibí un regalo valiosísimo y muy valorado por mí: once días de soledad en mi propia casa, lo cual me da unos siete días en los que soy libre desde las 5 de la tarde hasta las siete de la mañana del día siguiente, otros dos días sin nadie (pero no los cuento porque estaré viajando o preparando el viaje) y, sobre todo, lo mejor: ¡dos días completos y totales absolutamente para mí y nadie más que mí; en realidad algo más de dos días: desde las 5 de la tarde del viernes hasta las 7 de la mañana del lunes siguiente!
No tengo un día entero para mí desde hace, por lo menos, seis años y ocho meses (tal vez más, pero ya no puedo hacer la cuenta), por eso el jolgorio desenfrenado que me embarga. Que quede claro: no es que la convivencia con Ruben y Manuel no me guste, no, es otra cosa. En palabras del
guruguayo, que me llamó especialmente de Montevideo a Buenos Aires para darme su fórmula mágica, el secreto de su éxito, que es nunca convivir más de tres meses seguidos con su pareja y cada cual tener su propia casa, en palabras que me quedaron grabadas desde entonces:
"conviviendo, se pierde un espacio de soledad que toda persona sensible necesita". Si esto pasa conviviendo con un adulto, más aún conviviendo con un hijo que nos reclama a viva voz (vaya a saber uno hasta qué edad), más aún trabajando diez horas diarias (como dijo mi nueva compañera de trabajo:
"un hombre sí que puede trabajar diez horas diarias, porque llega a su casa y tiene todo hecho, pero una mujer, que además tiene que llevar la casa, no"). Comparando con lo que me pasa habitualmente, que es caer frita cuando Manuel se duerme, tener mi vida para mí desde las 5 de la tarde hasta las 7 de la mañana, hacer lo que se me antoje cuando se me antoje (excepto en el trabajo, claro) me parece un lujo exorbitante.
Como sabía que estos días iban a venir, en los días previos los fui paladeando, saboreando, acariciando, deseando, y por supuesto llenándolos mentalmente de actividades, en un ímpetu imposible de hacer en diez días todo lo que tengo pendiente desde hace tanto.
Cuando mis hermosos días llegaron, no hice lo que había imaginado, ni en actividades, ni en inactiv
idades, porque tampoco descansé ni dormí la mona como había pensado. Los primeros días disfruté de mis movimientos, mi propio ritmo en todo momento, no tener que acompasarme con nadie, sin hacer nada importante. Al tercer día me di cuenta de que estaba en un estado como de expectativa, en una espera como la del pescador junto a su caña, atento relajadamente a la aparición de algún pececito; pero en una expectativa interior, no exterior. Sentada bajo el cerezo, oyendo los pajaritos, mirando crecer el pasto, me pregunté qué quería hacer, y la respuesta llegó clara y rápida: escucharme, escucharme, escucharme, escucharme. No hablar, y escucharme. En el silencio, escucharme. Recuperarme, sanarme, reencontrarme, abrazarme y darme espacio.
Mientras tanto el bochorno estival había ido dando paso a un preludio de tormenta. Truenos aislados y lejanos se acercaron acompañando la oscuridad celeste. (Una
oscuridad celeste, bonito oxímoron. No miento: es celeste en tanto propio del cielo, pero si pensamos en el color celeste, ¡flor de oxímoron!) Con el agudo sentido de la oportunidad que me caracteriza, justo antes de la tormenta me dediqué a dos actividades antagónicas a la lluvia: regar y lavar ropa (dos tandas a falta de una), así que cuando cayeron las primeras gotas yo estaba colgando la segunda tanda afuera, todavía preguntándome si llovería o no, porque una parte del cielo estaba despejada, y en un rapto de adaptación a las circunstancias que no siempre me resulta fácil, descolgué lo colgado y lo sin colgar y metí todo adentro de casa, a secarse como se pudiera.
Me hice un buen plato de comida y me encontré pensado tantas cosas que quería escribir, y aquí estoy, en ello, disfrutando.