El paisaje que nos rodea es muy hermoso, sólo con salir de casa podemos ver algo lindo. Si en vez de salir a pata vamos a dar una vuelta en coche, invariablemente en el camino pasamos por uno o varios lugares hermosos. Muchas veces salimos algún día del fin de semana y volvemos a casa al atardecer (la palabra catalana me gusta mucho: el vespre, que acá pronuncian "vespra"). Viajar en coche con Rubén al volante, que maneja super bien, yo a su lado, con toda la vista a mi disposición y sin tener que preocuparme por manejar, Manuel atrás, escuchando música (últimamante, a pedido de Manu, acompañan los Beatles) es muy relajante y meditativo. A veces la conjunción entre paisaje, luz solar languideciendo y música produce momentos únicos y maravillosos. Siempre me da ganas de compartirlos acá, pero me veo incapaz de describir algo así con palabras, y ni lo intento. Pasar esas imágenes a palabras sería fabricar otro objeto del mundo, un objeto textual, para nada equiparable con lo que yo vivo. (Amo la literatura y amo las descripciones, pero las descripciones de paisajes por lo general no me hacen ver el paisaje sino la maestría de quien lo describe).
A veces lo que vivo así es tan bello que pienso que si lo viera en una película me quedaría maravillada. Hoy hubo algo así. Volvíamos al atardecer de un día nublado, pero al igual que en otros días nublados el sol asomó cuando se acercó al horizonte, porque la capa de nubes quedó más arriba, y donde cielo y tierra se juntan no había nubes. Salimos de la ciudad por una zona alta, y a lo lejos en distintos planos las montañas azules quedaban transfiguradas por la mezcla de neblina y luz solar repentinamente aparecida, antes de desaparecer en la noche. Al frente y un poco a la izquierda el sol asomaba entre las nubes gordas y azulgrises, dorando todo lo que tocaba. Para feliz conjunción, dentro del auto sonaba The fool on the hill, y todo era perfecto.
Más adelante el auto bajó, giró, y he aquí la imagen cinematográficamente subyugante: el deslumbrante paisaje de nubes, rayos solares, montañas neblinosas y siluetas de árboles deshojados quedó condensado en el espejo retrovisor del auto, desplazándose rápidamente en sentido contrario a aquel en que avanzábamos. Me quedé fascinada mirando ese efecto todo lo que duró, hasta que el auto volió a girar, la luz cambió, y todo se acabó.
Más allá, el último juego de luz y niebla ya no estaba en el espejo retrovisor sino a mi izquierda, un poco por delante del perfil de Rubén al volante, y el espejo retrovisor estaba en sombras. Quería seguir mirando el paisaje y el espejo oscuro me estorbaba. Hasta que me di cuenta de que en vez de intentar borrarlo con la mente, imaginando el paisaje que estaba ocultando, podía intentar integrarlo a lo que veía. Me puse a mirar al mismo tiempo el paisaje que se extendía frente al parabrisas, hacia el cual avanzábamos, y el paisaje rectangular que mostraba el espejo retrovisor, iluminado de otra forma, que se alejaba de nosotros en sentido inverso.
Y me acordé del símbolo del yin y el yang, hermoso símbolo de unificación universal y complementaridad de opuestos. Supongo que todos lo conocen (hasta Manuel me lo dibujó hace unos meses): un círculo dividido ondulantemente en una parte oscura y otra clara que se complementan, pero dentro de la zona oscura hay un punto de claridad, y dentro de la zona clara hay un punto de oscuridad. Eso sentí corporalmente con lo que veía: dentro del gran paisaje del parabrisas estaba incluido el pequeño paisaje del retrovisor, que lo invertía. Cuando el paisaje del parabrisas estaba iluminado, el del retrovisor estaba oscuro. Y cuando el del parabrisas estaba oscuro, el del retrovisor estaba iluminado. Nunca antes había experimentado tan físicamente esta complementaridad.
LIBROGS - Mis libros en el éter informático
Me expando en la ué como gayeta en el agua
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