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Nusud

Es largo, pero... quería compartir qué tenía en mente cuando pensé en la imprecisión de los oráculos. El capítulo que más me gusta de uno de mis libros preferidos, que me acompaña desde mi adolescencia.

La mano izquierda de la oscuridad
 
Capítulo 5. La domesticación del presentimiento (fragmento)

(...)
Llegué allí al mediodía. Esto es, llegué a algún sitio al mediodía, pero yo no sabía bien a dónde. Era aquello una floresta o un bosque, pero los árboles parecían más cuidados que de costumbre en ese país donde se les prestaba mucha atención, y el sendero corría por la falda de la montaña entre los árboles. Al cabo de un rato advertí a mi derecha, no lejos del camino, una casita de madera, y poco más allá, a la izquierda, otra construcción mayor, también de madera, y de alguna parte llegaba el olor fresco y delicioso de unas frituras de pescado.
Fui lentamente por el sendero, algo intranquilo. Yo no sabía qué opinaban los handdaratas de los turistas. En verdad yo sabía muy poco de ellos. El handdara es una religión sin instituciones, sin sacerdotes, sin jerarquías, sin votos, y sin credo; no sé todavía si tienen o no Dios. Es una religión elusiva, que se nos aparece siempre como alguna otra cosa. La única manifestación constante del handdara es la que se muestra en las fortalezas, sitios de retiro donde la gente va a pasar una noche, o la vida entera. No me hubiese interesado tanto en investigar este culto curiosamente intangible en sus lugares secretos si yo no hubiera deseado una respuesta a la pregunta que los investigadores habían dejado sin contestar: ¿Quiénes son los profetas y qué hacen realmente?
Yo había estado en Karhide más tiempo que los investigadores, y pensaba a veces que las historias a propósito de los profetas y sus profecías podían no ser ciertas. Las leyendas de predicciones son muy comunes en todos los dominios del hombre. Los dioses hablan, los espíritus hablan, las computadoras hablan. La ambigüedad oracular o la probabilidad estadística alimenta a los crédulos, y la fe borra las discrepancias. Sin embargo, valía la pena investigar las leyendas. Yo no había encontrado aún a ningún karhíder que aceptase la posibilidad de comunicaciones telepáticas; no creerían hasta que no vieran: exactamente mi posición a propósito de los profetas del handdara.
Mientras iba por el sendero advertí que a la sombra de aquel bosque montañoso se había levantado toda una aldea o pueblo, tan desordenadamente como Rer, pero recogido, pacifico, rural. Sobre todos los senderos y los tejados pendían los capullos de los hemmenes, el árbol más común de Invierno, una conífera vigorosa de agujas de color escarlata pálido. Las piñas del hemmen cubrían los caminos que se bifurcaban en todas direcciones, el polen del hemmen perfumaba el viento, y todas las casas estaban construidas con la madera oscura del hemmen. Me detuve al fin preguntándome a qué puerta llamaría, cuando una persona que paseaba entre los árboles salió a mi encuentro y me dio esta bienvenida:
—¿Busca usted hospedaje? —me preguntó
—Traigo una pregunta para los profetas. —Me había parecido mejor que ellos creyeran, al menos en un principio, que yo era un karhíder. Lo mismo que los investigadores nunca había tenido dificultades en hacerme pasar por nativo; entre tantos dialectos karhidis nadie prestaba atención a mi acento, y las pesadas ropas ocultaban mis anomalías sexuales. Me faltaban el abundante pelo pajizo y los ojos oblicuos del guedeniano típico, y era más oscuro y más alto que la mayoría, pero no me salía de las variantes normales. Me habían depilado de modo permanente la barba antes que yo dejara Ollul (en ese tiempo nada sabíamos aún de las tribus de «cuero» de Perunter que no sólo son barbados sino que además tienen pelo en todo el cuerpo, como los terranos blancos). De vez en cuando me preguntaban cómo me había roto la nariz. Tengo una nariz roma; las narices guedenianas son prominentes y delgadas, con pasajes estrechos, apropiados para la aspiración de aire subhelado. La persona que estaba allí en el sendero de Oderhord me miró la nariz con cierta curiosidad, y respondió:
—Entonces quizá usted quiera hablar con el tejedor. Está ahora abajo en el cañadón, a no ser que haya salido en trineo. ¿O piensa hablar antes con uno de los celibatarios?
—No estoy seguro. Soy sumamente ignorante.
El joven rió y me hizo una reverencia. —¡Muy honrado! —dijo —. He vivido aquí tres años y todavía no he adquirido una ignorancia que valga la pena mencionar. —Parecía divertido, pero se mostró amable a la vez, y recordando algunos fragmentos doctrinarios del handdara entendí que había estado vanagloriándome demasiado, como si me hubiese acercado a el diciéndole «Soy sumamente hermoso».
—Quiero decir; no sé nada acerca de los profetas.
—¡Envidiable! —dijo el joven. —Mire, hemos de ensuciar la nieve con marcas de pisadas, para ir a alguna parte. ¿Puedo mostrarle el camino a la cañada? Mi nombre es Goss.
Era su primer nombre. —Genry —dije, abandonando mi «l». Seguí a Goss adentrándome en la sombra helada de la cañada. El sendero estrecho cambiaba a menudo de dirección, subiendo con el declive de la montaña y bajando de nuevo; aquí y allí, cerca o lejos del sendero, entre los macizos troncos de los hémmenes, aparecían las casitas de color de bosque. Todo era rojo y castaño, húmedo, quieto, fragante, sombrío. De una de las casas llegó el silbido débil y dulce de una flauta karhidi. Goss caminaba, leve y rápido, con la gracia de una muchacha, algunos metros delante de mí. De pronto la camisa blanca le resplandeció a la luz, y pasé detrás de él de la sombra del bosque a un prado verde y asoleado.
A media docena de pasos había una figura, erguida, inmóvil, nítida; el hieb carmesí y el blanco de la camisa como una capa de esmalte contra el verde de las hierbas altas. A unos treinta metros más allá se alzaba otra estatua: blanca y azul; este hombre no se movió ni miró hacia nosotros todo el tiempo que hablamos con el primero. Estaban practicando la disciplina handdara de la presencia, que es una suerte de trance —los handdaratas, inclinados a las negaciones, lo llaman un atrance —que implica la pérdida del yo (¿inflación del yo?) mediante una conciencia y receptividad de extrema sensualidad. Aunque la técnica parece oponerse a la mayoría de las llamadas técnicas místicas es quizá también una disciplina mística, cuya meta sería la experiencia de lo inminente; pero soy aún incapaz de definir con certeza las prácticas de los handdaratas. Goss le habló al hombre del traje carmesí. Cuando el hombre dejó aquella inmovilidad y se volvió hacia nosotros, acercándose, noté en mí un temor reverente. En aquella luz de mediodía la figura del hombre resplandecía con una luz propia.
Era tan alto como yo, y delgado, con un rostro hermoso, claro, abierto. Cuando nuestros ojos se encontraron tuve el súbito impulso de hablarle en silencio, de tratar de alcanzarlo con el lenguaje de la mente que yo no había utilizado nunca desde mi llegada a Invierno, y que no me convenía utilizar por ahora. Sin embargo, ese impulso fue más fuerte que mis sentencias. Le hablé así. No hubo respuesta. Continuó mirándome atentamente, y al cabo de un momento me sonrió, y me dijo con una voz dulce, bastante alta:
—¿Entonces es usted el Enviado?
Tuve un sobresalto y dije:
—Sí.
—Mi nombre es Faxe. Nos honra recibirlo. ¿Nos acompañará un tiempo en Oderhord?
—De buen grado. Quisiera aprender las técnicas de ustedes en la profecía. Y si algo que yo pueda decirles en cambio, acerca de quién soy yo, de dónde vengo.
—Lo que usted desee —dijo Faxe con una sonrisa tranquila —. Es agradable que haya cruzado el Océano del Espacio, y haya sumado luego al viaje casi dos mil kilómetros y el cruce del Kargav para venir a vernos.
—Yo deseaba venir a Oderhord por la fama de sus profecías.
—Quiere vernos mientras profetizamos entonces, ¿o trae una pregunta para nosotros?
Aquellos ojos claros obligaban a la verdad.
—No sé —dije.
Nusud —dijo Faxe, —no es nada. Si se queda aquí un tiempo quizá descubra que tiene una pregunta, o que no hay pregunta. Sólo de cuando en cuando, ya sabe usted, pueden reunirse los profetas, y trabajar juntos, así que en cualquier caso se quedará unos días.
Así lo hice, y fueron días buenos. No había horario excepto para el trabajo comunitario, en los campos, el jardín, recolección de leña, mantenimiento; y los transeúntes como yo eran llamados por cualquier grupo que necesitara de pronto una mano. Aparte de estas tareas, podía pasar todo un día sin que nadie dijera una palabra; aquellos con quienes más hablaba yo eran el joven Goss, y Faxe, el tejedor; el extraordinario carácter de este hombre, tan límpido e insondable como un pozo de agua clara, era la quintaesencia del carácter del sitio. Había noches en que nos reuníamos en la sala del hogar o en alguna de las casas bajas rodeadas de árboles; conversábamos y bebíamos cerveza, y a veces se tocaba música, la vigorosa música de Karhide, de melodía simple y ritmos complejos, siempre fuera de tiempo. Una noche dos reclusos bailaron, hombres viejos, canosos, y de miembros flacos; los pliegues de los párpados les ocultaban a medias los ojos oscuros. La danza era lenta, precisa, ordenada; fascinaba al ojo y a la mente. Empezaron a bailar después de cenar, a la tercera hora. Los músicos tocaban a veces, o callaban: sólo el hombre de los tambores no interrumpía nunca el ritmo sutil y cambiante. A la hora sexta, a medianoche, luego de cinco horas terrestres, los dos viejos estaban bailando todavía. Esta era la primera vez que yo veía el fenómeno de doza —el uso voluntario y controlado de lo que llamamos «fuerza histérica» —y desde entonces me sentí más dispuesto a creer lo que se contaba de los viejos del handdara.
Era una vida introvertida, autosuficiente, estancada, detenida en aquella singular «ignorancia» tan apreciada por los handdaratas, de acuerdo con la doctrina que aconsejaba la inactividad o la no interferencia. En esta doctrina (expresada en la palabra nusud, que he traducido como «no es nada») está la raíz del culto, y no pretendo entenderla. Pero comencé a entender mejor a Karhide, luego de medio mes en Oderhord. Detrás de la política, pasiones, y actividades había siempre una vieja oscuridad, pasiva, anárquica, silenciosa: la oscuridad fecunda del handdara.
Y en aquel silencio inexplicablemente se alzaba la voz del profeta.
El joven Goss, a quien le agradaba el papel de guía, me dijo una vez que mi pregunta a los profetas podía referirse a cualquier cosa, y no había fórmulas precisas. —Cuanto más específica y limitada sea la pregunta, más exacta será la respuesta —dijo —. La vaguedad engendra vaguedad, y algunas preguntas, por supuesto, no tienen respuesta.
—¿Y si hago una pregunta que no tiene respuesta? —inquirí. Este juego parecía sofisticado, pero no desconocido. Sin embargo, no esperaba la respuesta de Goss: —El tejedor la rechazará. Las preguntas sin respuesta han llevado a la ruina a grupos enteros de profetas.
—¿A la ruina?
—¿No conoce la historia del Señor de Shord que obligó a los profetas de la fortaleza de Asen a responder a la pregunta: Que significado tiene la vida? Bueno, eso ocurrió hace un par de miles de años. Los profetas estuvieron en la oscuridad seis días y seis noches. Al cabo de ese tiempo todos los celibatarios eran catatónicos, los zanis estaban muertos, el perverso golpeó al Señor de Shod con una piedra hasta matarlo, y el tejedor... Era un hombre llamado Meshe.
—¿El fundador del culto yomesh?
—Si. dijo Goss, y se rió como si la historia fuese de veras divertida, pero no pude saber si el chiste era a costa de los yomeshtas o de mí.
Yo había decidido hacer una pregunta de si o no, que por lo menos demostraría de un modo evidente la extensión y tipo de oscuridad o ambigüedad de la respuesta. Faxe me confirmó lo que decía Goss, que la pregunta podía concernir a un tema que los profetas ignoraran del todo. Podía preguntarles si la cosecha de hierba sería buena en el hemisferio norte de S, y ellos me responderían, aunque no hubiesen tenido hasta entonces ningún conocimiento de la existencia de un planeta llamado S. Esto parecía situar al asunto en el plano de la adivinación por probabilidades, como el tallo de milenrama o el tiro de las monedas. No, dijo Faxe, de ningún modo. La ley de probabilidades no operaba aquí. Todo el proceso era en realidad el reverso de una coincidencia.
—Entonces leen las mentes.
—No —dijo Faxe con una sonrisa severa y cándida.
—Quizá lo hacen, sin saberlo.
—¿De que serviría? Si el consultante conociera la respuesta, no vendría aquí a preguntar y a pagarnos.
Elegí una pregunta de la que ciertamente yo ignoraba la respuesta. Sólo el tiempo podía probar la verdad o la falsedad de la profecía, a menos que (como yo esperaba) fuese una de esas admirables profecías profesionales que siempre tienen aplicación, cualquiera sea el resultado. No era una pregunta trivial. Yo había abandonado la idea de preguntar cuando dejaría de llover o alguna insignificancia de este tipo, pues sabía ahora que la tarea de los nueve profetas de Oderhord era trabajosa y arriesgada. El costo era alto para el consultante —dos de mis rubíes fueron a los cofres de la fortaleza —, pero mas altos para quienes respondían. Y a medida que yo iba conociendo a Faxe, se me hacía más difícil creer que fuese un mistificador profesional, y me parecía todavía más difícil creer que fuese un hombre honesto, que se engañaba a sí mismo. La inteligencia de Faxe era dura, clara y pulida como mis rubíes. No me atreví a tenderle una tram- pa. Le pregunté lo que más deseaba saber.
En onnederhead, el décimooctavo día del mes, los nueve profetas se reunieron en el edificio mayor, comúnmente cerrado con llave: una sala alta, de piso de piedra, y fría, iluminada apenas por un par de es-trechas aberturas en los muros y un fuego que ardía en la profunda chimenea de un extremo. Los nueve se sentaron en círculo sobre la piedra desnuda, todos ellos encapuchados, envueltos en túnicas: unas siluetas duras e inmóviles, como un círculo de dólmenes en el débil resplandor del fuego próximo. Goss, y un par de otros jóvenes reclusos, y un médico del dominio más cercano miraron en silencio desde asientos instalados junto a la chimenea, mientras yo cruzaba la sala y entraba en el círculo. Todo era muy informal, y muy tenso. Uno de los encapuchados alzó los ojos cuando estuve entre ellos y vi un rostro extraño, tosco, pesado, y unos ojos insolentes que me miraban.
Faxe estaba sentado con las piernas cruzadas, inmóvil, pero como cargado de una fuerza creciente, de modo que la voz dulce y alta le restallaba ahora como una descarga eléctrica. —La pregunta —dijo.
Me detuve en medio del círculo e hice mi pregunta: —¿Será este mundo Gueden miembro del Ecumen de los Mundos Conocidos antes que pasen cinco años?
Silencio. Me quedé allí, inmóvil, como en el centro de una telaraña tejida de silencio.
—Hay respuesta —dijo el tejedor, serenamente. Las estatuas encapuchadas se ablandaron entonces moviéndose; aquel que me había mirado de modo tan raro le murmuró algo a un vecino. Dejé el círculo y me uní a los observadores junto al fuego.
Dos de los profetas permanecieron recogidos sin hablar. Uno de ellos alzaba de vez en cuando la mano derecha, golpeaba rápida y levemente el piso diez o veinte veces, y luego se sentaba otra vez inmóvil. Yo no había visto antes a ninguno de ellos: eran los zanis, dijo Goss. Estaban locos. Goss los llamaba «divisores del tiempo», lo que podía significar «esquizofrénicos». Los psicólogos de Karhide, aunque incapaces de leer en las mentes, y por esto mismo semejantes a cirujanos ciegos, se las ingeniaban para sacar el mayor provecho posible a las drogas, la hipnosis, el shock loca, el toque criónico y otras terapias mentales. Pregunté si no se podía curar a aquellos dos psicópatas.
—¿Curar? —dijo Goss —¿Curaría usted a un cantante quitándole la voz?
Cinco de los miembros del grupo eran reclusos de Oderhord, adeptos a la práctica handdara de la presencia, y también, dijo Goss, y mientras fuesen profetas, celibatarios, ya que no tomaban compañero o compañera durante los períodos de potencia sexual. Uno de estos celibatarios debía estar en kémmer durante la profecía. Pude distinguirlo, pues yo ya conocía la sutil intensificación física, esa especie de resplandor que señala la primera fase del kémmer.
Junto al kémmerer estaba el perverso.
—Vino de Espreve, con el médico —me dijo Goss. —Algunos grupos de profetas provocan artificialmente estados de perversión inyectando hormonas masculinas o femeninas en los días que preceden a la profecía. Un perverso natural es mas adecuado. Viene de buena gana, le agrada la notoriedad.
Goss había empleado el pronombre que designa al animal macho, no el pronombre del ser humano que es parte masculina del kémmer, y parecía un poco turbado. En Karhide las cuestiones sexuales se discuten libremente, y se habla del kémmer con respeto, pero también con gusto, y sin embargo son reticentes cuando se trata de una perversión; al menos, eran reticentes conmigo. La prolongación excesiva del período de kémmer, acompañada por un desequilibrio hormonal permanente hacia lo masculino o lo femenino, provoca lo que ellos llaman perversión; no es extremadamente rara: tres o cuatro por ciento de los adultos pueden ser perversos o anormales psicológicos; normales, de acuerdo con nuestros hábitos. No se los excluye de la sociedad, pero son tolerados con cierto desdén, como los homosexuales en muchas sociedades bisexuales. El término popular para ellos en karhidi es muertos—vivos. Son todos estériles.
El perverso del grupo, luego de echarme aquella rara y larga mirada, ya no reparó en nadie excepto en la criatura más próxima, el kémmerer, cuya creciente actividad sexual se desarrollaría todavía más, hasta alcanzar al fin una plena capacidad sexual femenina, sostenida por el poder masculino excesivo y constante del perverso. El perverso no dejaba de hablar en voz baja, inclinándose hacia el kémmerer, que le respondía apenas y parecía rechazarlo. Ninguno de los otros hablaba desde hacía un tiempo, no había otro sonido que el susurro constante del perverso. Faxe observaba a uno de los zanis. El perverso puso de pronto una mano delicada sobre la mano del kémmerer. El kémmerer evitó rápidamente el contacto, con miedo o disgusto, y miró a Faxe como pidiendo auxilio. Faxe no se movió, el kémmerer se quedó en su sitio, quieto, cuando el perverso lo tocó otra vez. Uno de los zanis alzó la cara y rió con una risa larga, falsa y alta.
Faxe alzó una mano. Los rostros de los demás se volvieron inmediatamente hacia él, como si el tejedor hubiese recogido todas las miradas en una gavilla, en una madeja.
Habíamos entrado en la sala en las primeras horas de la tarde, bajo la lluvia. La luz grisácea había muerto pronto en las ventanas—ranuras, bajo los aleros. Ahora unas cintas de luz blanquecina se extendían como velámenes oblicuos y fantasmagóricos, triángulos y formas oblongas, de la pared al piso, sobre las caras de los nueve profetas: fragmentos opacos del resplandor de la luna, que se alzaba afuera, sobre el bosque. El fuego se había apagado hacía tiempo, y no había otra luz que las líneas y rayas pálidas que se consumían en el círculo, esbozando una cara, una mano, una espalda inmóvil. Durante un rato vi el perfil rígido de Faxe como una piedra blanca en un difuso polvo luminoso. La diagonal de la luz lunar subió hasta alcanzar un bulto negro, el kémmerer, la cabeza caída entre las rodillas, las manos en el piso, el cuerpo sacudido por un continuo temblor, repetido por el palmoteo de las manos del zani, que golpeaba en la oscuridad del piso de piedra. Estaban conectados, todos ellos, como si fueran los puntos de suspensión de una telaraña. Sentí, y no por mi voluntad, la conexión, la comunicación que corría sin palabras, inarticulada, a través de Faxe, y que Faxe trataba de ordenar y encauzar, pues él era el centro, el tejedor. La luz pálida se hizo trizas y murió en la pared del este. La trama de fuerza, de tensión, de silencio creció todavía más.
Traté de evitar el contacto con aquellas mentes. Me desasosegaba la callada tensión eléctrica, la impresión de que me arrastraban dentro de algo, convirtiéndome en un punto o una figura de la estructura de la tela. Pero cuando yo alzaba una barrera era peor; me sentía aislado y arrinconado en mi propia mente, abrumado por alucinaciones visuales y táctiles, un torbellino de imágenes y nociones primitivas, visiones y sensaciones directas todas de índole sexual y de una violencia grotesca, un caldero rojo y negro de furia amorosa. Me encontraba en medio de abismos boqueantes de labios irregulares, vaginas heridas, puertas del infierno. Perdí el equilibrio, me sentí caer... Si no podía apartarme de este caos yo caería de veras, me volvería loco, y era imposible apartarse. Las fuerzas empáticas y paraverbales que operaban entonces, inmensamente poderosas y oscuras, tenían su origen en perversiones y frustraciones sexuales, en una tras- tornada visión del tiempo, y en una asombrosa disciplina de total atención a la realidad inmediata; estas fuerzas estaban fuera del alcance de mi voluntad. Y sin embargo eran fuerzas que obedecían a una voluntad; Faxe era todavía el centro. Pasaron horas y segundos, la luz de la luna brilló en la otra pared, y luego ya no hubo ninguna luz y sólo oscuridad, y en medio de esa oscuridad Faxe el tejedor: una mujer, una mujer vestida de luz. La luz fue plata, la plata fue una armadura, una mujer que sostenía una espada. La luz ardió de pronto, intolerable, la luz en los miembros de la mujer, y el fuego, y la mujer gritó de terror y dolor: —¡Sí, si, sí!
La risa cantarina del zani empezó de nuevo ja—ja—ja—ja y se hizo más y más alta en un aullido ondulante que subía y subía, un aullido interminable que iba de un extremo a otro del tiempo. Hubo un movimiento en la oscuridad, unos pies que se arrastraban y restregaban en el suelo, una redistribución de siglos antiguos, una evasión de figuras. —Luz, luz —dijo una voz inmensa en sílabas que se prolongaban, una vez o innumerables veces. —Luz, un leño a la chimenea, allí. Algo de luz. —Era el médico de Espreve. Había entrado en el círculo, roto ahora. Estaba arrodillado junto a los zanis, los más débiles, los fusibles; los dos estaban caídos en el suelo, los cuerpos en ovillo. El kémmerer yacía con la cabeza apoyada en las rodillas de Faxe, jadeando, temblando aún. La mano de Faxe le acariciaba el pelo con una descuidada ternura. El perverso se había retirado a un rincón, hosco y abatido. La sesión había quedado atrás, el tiempo pasaba ahora como de costumbre; la trama de poder se había deshecho en indignidad y cansancio. ¿Dónde estaba mi respuesta, el misterio del oráculo, la ambigua voz de la profecía?
Me arrodillé junto a Faxe. Me miró con aquellos ojos claros. Durante un momento lo vi como antes en la oscuridad: una mujer armada de luz y ardiendo en un fuego, gritando: —Sí...
La voz serena de Faxe interrumpió la visión:
—¿Tienes tu respuesta, consultante?
—Tengo mi respuesta, tejedor.
En verdad yo tenía mi respuesta. Antes de cinco años Gueden sería un miembro del Ecumen, sí. Ningún enigma, ningún ocultamiento. Aun entonces tuve conciencia de la índole de esa respuesta, no tanto una profecía como una observación. Yo mismo no pude escapar a esa certidumbre: la respuesta era cierta. Tenia esa claridad imperativa del presentimiento.
Tenemos naves nafal y transmisión instantánea y comunicación de las mentes, pero aún no aprendimos a domesticar los presentimientos; para eso hemos de ir a Gueden.
—Yo fui el filamento —me dijo Faxe un día o dos después —. La energía crece y crece en nosotros, renovándose siempre, acrecentando su propio impulso cada vez, hasta que irrumpe al fin, y la luz está en mi, alrededor, soy la luz... El viejo de la fortaleza de Arbin me dijo una vez que si lo pusiéramos en un vacío en el momento de la respuesta, el tejedor ardería durante años. Esto es lo que dicen de Meshe los yomeshtas; que Meshe vio claramente el pasado y el futuro, no un instante, sino toda la vida luego de la pregunta de Shord. Parece difícil de creer. Dudo que haya un hombre capaz de soportarlo. Pero no es nada...
Nusud, la ubicua y ambigua negativa de los handdaratas.
Paseábamos juntos y Faxe me miraba. La cara del tejedor, una de las más hermosas que yo haya visto nunca, parecía delicada y dura, como piedra cincelada.
—En la oscuridad —dijo —hubo diez, no nueve. Había un extraño.
—Si, un extraño. No pude protegerme. Es usted sensible, un poderoso telépata natural. Por eso es también, supongo, el tejedor, quien mantiene las tensiones y reacciones en una estructura que se alimenta continuamente a si misma hasta que al fin la estructura se quiebra, y usted va en busca de la respuesta.
Faxe me escuchaba con un grave interés.
—Es raro ver desde afuera los misterios de mi disciplina, a través de los ojos de usted. Yo sólo puedo verlos desde adentro, como discípulo.
—Si me permite, si usted así lo desea, Faxe, me agradaría hablarle en el lenguaje de la mente. —Yo estaba seguro ahora de que Faxe era un comunicante natural; su consentimiento, y luego algo de práctica, ayudaría a bajar un poco aquella barrera inconsciente.
—¿Y después oiría yo lo que piensan otros?
—No, no. No más que ahora, como empático. El lenguaje de la mente es comunicación, enviada y recibida de modo voluntario.
—¿Entonces por qué no hablar en voz alta?
—Bueno, es posible mentir, hablando.
—¿No en el otro lenguaje?
—No deliberadamente.
Faxe reflexionó un rato.
—Una disciplina que debiera interesar a reyes, políticos, hombres de negocios.
—Los hombres de negocios lucharon desde un principio contra ese lenguaje, cuando se descubrió que era una técnica accesible. La prohibieron durante años.
Faxe sonrió.
—¿Y los reyes?
—No tenemos más reyes.
—Si, ya veo... Bueno, gracias, Genry. Pero mi tarea es desaprender, no aprender, y no quisiera aprender un arte que cambiará el mundo.
—Las profecías de usted cambiarán el mundo, y antes de cinco años.
—Y yo cambiaré junto con el mundo, Genry. Pero no deseo cambiarlo.
Llovía, la primera llovizna larga del verano guedeniano. Caminamos por la ladera bajo los hémmenes, más arriba de la fortaleza, donde no había senderos. La luz caía en grises entre las ramas oscuras, de las agujas escarlatas goteaba un agua clara. El aire era helado, pero apacible, colmado del sonido de la lluvia.
—Faxe, explíqueme. Ustedes los handdaratas tienen un don que hombres de todos los mundos han deseado alguna vez. Usted lo tiene. Puede predecir el futuro. Y sin embargo vive como el resto de nosotros. Parece que no es nada...
—¿Por qué tendría que ser algo, Genry?

—Bueno, por ejemplo, la rivalidad entre Karhide y Orgoreyn, esa disputa a propósito del valle de Sinod. Karhide ha perdido prestigio en las últimas semanas, parece. ¿Por qué entonces no consulta el rey Argaven a los profetas, preguntándoles qué curso tomar, o a quién elegir como primer ministro entre los miembros del kiorremi, o algo semejante?
—No es fácil preguntar.
—No veo por qué. Bastaría con preguntar, ¿quien me serviría mejor como primer ministro? Sólo eso.
—Si, pero el rey no sabe qué significa me serviría mejor. Podría querer decir que el hombre elegido entregara el valle de Orgoreyn, o se exiliará, o asesinará al rey. Podría querer decir muchas cosas que el rey no esperaría ni aceptaría nunca.
—La pregunta tendría que ser muy precisa.
—Si, pero serían necesarias muchas preguntas, y también el rey ha de pagar su precio.
—¿Un precio alto?
—Muy alto —dijo Faxe, tranquilo —. El consultante paga lo que puede, como usted sabe. Los reyes han venido a veces a oír a los profetas, pero no a menudo
—¿Qué pasa si uno de los profetas es un hombre poderoso?
—Los reclusos de la fortaleza no tienen rango ni posición. Es posible que me manden al kiorremi en Erhenrang; bueno, si voy, me llevo conmigo mi posición y mi sombra, pero no mis dones de profecía. Si mientras sirvo en el kiorremi se me presenta una pregunta tendré que ir a la fortaleza de Orgni, pagar el precio, y así tendré una respuesta. Pero los handdaratas no queremos respuestas. Es difícil evitarlas, pero lo intentamos.
—Faxe, creo que no entiendo.
—Bueno, venimos aquí a la fortaleza a aprender, y sobre todo a no preguntar.
—Pero las respuestas vienen de ustedes
—¿No entiende aún, Genry, por qué perfeccionamos y practicamos la profecía?
—No.
—Para mostrar que no sirve de nada tener una respuesta cuando la pregunta está equivocada.
Reflexioné un rato, mientras caminábamos juntos bajo la lluvia y las ramas oscuras del bosque de Oderhord. La cara encapuchada de Faxe parecía fatigada, y tranquila. La extraña luz se había apagado, y sin embargo yo sentía aún un cierto temor respetuoso. Faxe me miraba con ojos claros, cándidos, amables, y me miraba desde una tradición de trece mil años de edad: un modo de pensar y un modo de vivir tan antiguo, tan firme, integro y coherente que daba a un ser humano la capacidad de olvidarse de sí mismo, el poder y la integridad de un animal salvaje, una criatura que mira a los ojos de un eterno presente.
—Lo desconocido —dijo la tranquila voz de Faxe en el bosque —, lo imprevisto, lo indemostrable... el fundamento de la vida. La ignorancia es el campo del pensamiento. Lo indemostrable es el campo de la acción. Si se demostrara que no hay Dios no habría religiones. Ni handdara, ni yomesh, ni dioses tutelares, nada. Pero si se demostrara que hay Dios tampoco habría religiones... Dígame, Genry, ¿qué se sabe? ¿Qué hay de cierto en este mundo, predecible, inevitable, lo único cierto que se sabe del futuro de usted, y del mío?
—Que moriremos.
—Si. Sólo una pregunta tiene respuesta, Genry, y ya conocemos la respuesta... La vida es posible sólo a causa de esa permanente e intolerable incertidumbre: no conocer lo qué vendrá.

                                                                                                                 Ursula K. Le Guin

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