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Me quedó en el tintero

una sinapsis entre la práctica del Zen y el libro de Clarissa:

En mayo de este año participé en un taller de introducción a la meditación Zen, por lo tanto durante 24 horas viví en un contexto especial, lo más parecido posible a la vida de un monje zen que se pueda pedir en Occidente y por inmersión sin preparación previa, es decir: los masomenos 30 participantes, algunos con conocimientos previos del tema y muchos, como yo, sin ellos, vivimos en un albergue rural aislado de contacto con el exterior, con la consigna de no hablar, seguir al grupo, realizar las actividades programadas: meditar, escuchar a la maestra, hacer trabajo manual, comer, dormir.

Estando ahí me pareció muy posible imaginar cómo sería la vida en un monasterio zen de hace mil años: una vida dedicada a la subsistencia, cultivando los huertos y demás cosas que se hacía entonces para sobrevivir, y el resto del tiempo dedicándolo a meditar según la práctica zen; donde cada uno tiene su lugar asignado, sabe las tareas que debe cumplir, no necesita hablar para comunicarse con los demás porque cada uno sabe lo que le toca hacer, cada cosa ya está regulada y en su lugar y no hace falta preocuparse por nada porque todo será dado o no por causas ajenas a uno; donde nada se modificará probablemente en muchos años o siglos; donde más allá del tiempo que dedicamos meramente a la subsitencia (sin angustiarnos por ello), nos dedicamos a meditar segun la práctica Zen: arrodillados, concentrados en nuestra respiración, dejando salir los pensamientos de nuestra mente como las nubes que pasan por el cielo y desaparecen.

En un contexto así me parece casi imposible no llegar a lo que propone el Zen: la absoluta inmediatez, la absoluta presencia en el presente, la reacción atinada en el momento adecuado y en plena conciencia (estoy absolutamente convencida de que la práctica Zen da seguro los resultados que promueve si se la lleva a cabo en la medida necesaria; el problema es que viviendo occidentalmente esta medida necesaria no es fácil de conseguir). La cuestión es que estando ahí me dije: tanta práctica pulida desde milenios para conseguir volver a un estado de conciencia animal (en el mejor sentido posible), porque eso siento que propone el Zen: desandar nuestros siglos de civilización para conectar con lo permanente y eterno.

Y cuando leí a Clarissa, claro: ¡es lo mismo! Ella propone que conectemos con nuestro ser animal, instintivo, que es sabio e inequívoco. Todo su libro se basa en que nos liberemos de las contricciones de la civilización y retornemos a nuestro ser instintivo, animal. Mientras leía a Clarissa me dije: qué curioso, las dos vías que estoy encontrando se unen, dicen lo mismo. No me parece casualidad, obviamente. Me parece sumamente real. De esto se trata, no importa la práctica que escojamos para conseguirlo: por acá va la cosa.

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