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¡Nieve!

Como buena subtropical que soy, la nieve siempre me resultó fascinante: lejana, misteriosa, deseada e imaginada muy románticamente. Durante años infantiles desée conocerla en persona, pero mi deseo era muy difícil de ser cumplido. La conocí adolescente viajando por los Andes y los Alpes, ya caída y compacta; pero que nevara donde yo vivía era imposible de imaginar. Me deleitaba sabiendo que había nevado en Buenos Aires en 1918, y si alguna vez había nevado, podía volver a nevar.

Cuando nos fuimos a vivir a Valle Hermoso (en las Sierras de Córdoba, en Argentina), el primer invierno que pasamos nos regaló dos nevadas, la primera muy corta, pero la segunda una buena nevada que transformó el paisaje en un planeta blanco y tardó una semana en terminar de derretirse, y fue un regalo extraordinario, porque hacía 20 años que no nevaba donde vivíamos ni volvió a nevar en los siguientes 3 inviernos que pasamos ahí. En Salt hubo una pequeña nevada el primer invierno que pasamos, pero muy breve y de noche. Y después se dio el sueño de mi infancia, nevó en Buenos Aires, pero para entonces ya hacía muchos años que yo no vivía ahí y no pude disfrutarlo. Me resultó muy extraño que nevara en Buenos Aires y yo no estuviera ahí, me sentía en falta como si en el colegio me hubieran puesto un "Ausente".

Hoy nuevamente amaneció nublado. Como es costumbre en nuestra casa desde que Manuel tiene dos o tres años, cada 5 de enero dejamos junto a una ventana nuestros zapatos, un cuenco con agua y otro con algún vegetal comestible o bien pasto y yuyos del jardín para los camellos de los Reyes Magos, y en una mesita tres vasitos pequeños con alguna bebida espirituosa para los mismos Reyes, que ellos también tienen que reponerse de tanto viaje. Y cada 6 de enero nos levantamos los tres juntos y corremos a fijarnos qué pasó, y siempre encontramos los rastros de su presencia: los vegetales mordisqueados o bien el pasto desparramado por ahí, el agua más vacía y salpicado el suelo, los vasitos usados, y sobre nuestros zapatos (especialmente sobre los de Manuel), ¡regalos! ¡Qué felicidad maravillosa ver la carita de Manuel exaltado de felicidad con la venida de los Reyes!

Hoy fue igual, y como enseguida se puso a llover nos quedamos en casa, armando los juguetes que los Reyes habían dejado a Manuel, y jugando con ellos, encuchados. Llovía, llovía, llovía, y al mediodía de golpe me di cuenta de que la lluvia no caía igual, de que la lluvia no era lluvia, de que... ¡estaba nevando! Propiamente dicho supongo que era aguanieve, no nieve, porque apenas caía al suelo se deshacía y desaparecía, pero mientras flotaba por el aire era nieve, copos deshechos de nieve que volaban mágicamente... Lo que más me fascinó esta vez fue mirar lo diferente que cae la nieve de la lluvia: la lluvia cae recta, grave, mientras que la nieve cae volátil, errática, danzarina.

Siguió así por horas, nevando en el aire pero sin resultados en la tierra, hasta que hubo un rato a la tarde en que todo empezó a emblanquecer, parecía que se cubriría de nieve o ésas eran mis ganas, y entonces nos emponchamos y salimos a la calle a tocar la nieve y verla de cerca. No duró, al rato paró de llover/nevar y todo volvió a su color normal y no llegamos a ver blancos ni el pueblo ni nuestro jardín, pero por unas cuantas horas los Reyes nos regalaron una nevada hermosa.

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