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La Mirada

Algo que pasa entre las personas. De lo que puedo hablar: algo que me ha pasado a mí en contacto con otra persona (hasta ahora, y sin que la repetición siente precedente, la otra persona siempre fue un hombre). Un encuentro de miradas que es un encuentro de ánimas presagiando un encuentro de cuerpos.

En el año 94 intenté describirla con este poema:

La mirada

Hay veces que un hombre me mira y sé que le gusto.

La mirada es idéntica sin importar los ojos de donde proviene

los rasgos que la enmarcan.
Requiere hondura. Inunda. Desahoga.

Con los años aprendí a no responder si no tengo ganas.

Entendí que a veces soy yo la que mira,

..............................un hombre el que se entera

o no responde.


A veces la mirada nace instantáneamente mutua.

Imposible decidir quién empezó.............la respuesta
urge unánime de cuatro ojos.
La mirada entonces cobra cuerpo

se magnetiza
es un astro con su cenit y su nadir

un animal con sus propias leyes de extinción.


El día que logre describirla me gradúo de escritora.



Pero no fue ése mi primer intento, casi diez años antes había escrito esto, en ese entonces pensando en el hombre con quien vivía la mirada:


Ante mí tenés el poder de cambiar la órbita de los planetas, alterar el ritmo de las estaciones, tenés el poder de revertir el Big Bang y que el universo se concentre en un punto: el exacto punto en el cual nuestras miradas se encuentran, chocan, y se funden.
Si nos miramos el mundo deja inmediatamente de existir. Sólo veo un linde borroso más allá de vos, las brújulas nos señalan, y el polo magnético de la tierra ya no está donde debiera estar sino en el cruce de nuestras miradas.



Mirando para atrás (si es que el pasado está atrás), ahora veo que fue la mirada lo que me juntó al Hombre Que Me Dio Mi Primer Beso (no puedo decir mi primer novio, porque nunca fuimos novios) pero en ese momento era tan inexperta, por no decir caída del catre, que no me daba cuenta de lo que estaba viviendo (aunque parezca increíble, el famoso Primer Beso me tomó de sorpresa). Fue más tarde que empecé a reconocer La Mirada y su influjo.

Siguiendo con el topos as time goes by, a los veinte (cuando escribí el primer texto) el poder de La Mirada era tal que me hacía sentir capaz de ir hasta el fin del mundo persiguiendo sus promesas. A los treinta (cuando escribí el poema) había vivido bastantes instancias distintas de La Mirada como para poder generalizar, abstraer coincidencias, y reconocer su órbita. A los cuarenta me reencuentro con La Mirada: una vez más me asombra lo idéntica que es a sí misma (se dé con un recién conocido o con un antiguo reencontrado), pero también ahora veo que La Mirada es autónoma, ajena a quienes la vivimos, y ajena, también, a sus presagios.

Manuel atorrante

–Vos ocupate de tus cosas, que yo...
–¿Vos de qué te ocupás?
–No, yo no me ocupo de nada, yo sólo voy a la hamaca paraguaya.

Los libros también están iguales


Por azar o destino encontré en una librería de Buenos Aires una edición nueva de La niña que iluminó la noche, de Ray Bradbury, con las mismas ilustraciones de Juan Marchesi del libro que teníamos en casa cuando yo era chica. Gozosa, lo compré para Manuel, porque ya le había hablado del libro meses atrás y me pareció un milagro encontrarlo, y para más en una edición igual a la que yo tenía. Es un solo cuento que en mi infancia me parecía extraño, enigmático y subyugante, y que ahora leo como un poema; y las ilustraciones formaban parte del misterio cuando lo leía de chica. Anoche se lo leí a Manuel por primera vez, y tuve que parar entre frase y frase porque la emoción se me subía a la garganta y casi no podía hablar sin que temblara mi voz.


En este viaje Manuel descubrió a Mafalda, y gracias a él me puse a releerla, divirtiéndome como cuando era chica. Nos trajimos cuatro de sus libros, también reeditados en el mismo formato, su interior intacto, supongo, aunque no sé si por estupidez editorial o problemas legales no conservaron las portadas originales que tanto me gustaban.

As time goes by

Nos volvemos a ver después de dos, cuatro, veinte años y, más allá de los cambios de escenografía o vestuario, nos descubrimos iguales a nuestro recuerdo. Como si los años transcurridos nos hubieran pulido, pero sin alterar ninguna fibra esencial. Con más arrugas, menos pelo, más panza o culo y menos pulgas, pero intactos. Intacta, incluso, La Mirada, cuando la hay.

(Una digresión: el Irlandés Errante dijo: ahora que te vuelvo a ver, me acuerdo de tu costumbre de mirar fijo. Me hizo acordar al Uruguayo Que Me Propuso Casamiento La Misma Noche Que Me Conoció, que dijo: no puedo mirarte, tu mirada es muy fuerte; pero no sé si se referían a lo mismo.)

Yo, que me sentí renacer tantas veces, que me sentí revolucionada y convulsionada hasta la metamorfosis, que me sentí diferente a mí misma, parida por mí misma, exploradora de regiones inaccesibles de mi propio ser, y al final del viaje reencarnada, que supuse que a todo el mundo le pasa lo mismo, me encuentro con amigos a los que no veo hace veinte años y los siento iguales a sí mismos. Nada de lo que dicen me sorprende, salvo, de tanto en tanto, algún detalle anecdótico. Por reciprocidad, supongo que a ellos les pasa lo mismo conmigo. Con algunos hablamos sobre esto y coincidimos. Como si lo que hubiéramos intuido cuando nos conocimos y compartimos nuestras vidas fuera lo fundamental, lo que nos hace saber que veinte años después vale la pena volver a verse.

Nunca creí en esencias, ni mía ni de nadie, pero parece que existen. Dejo a mis nuevos amigos filósofos, y a mi hermana también filósofa, la oportunidad de aportar lo que quieran sobre esto, pues estoy segura de que se han planteado interrogantes aún más fecundos y habrán obtenido mejores respuestas que las mías y míos. Yo, por lo pronto, sólo puedo narrar lo que siento.

A los veinte años nos sentimos listos para lanzarnos al mundo, a los treinta descubrimos que ya no valoramos las cosas igual que a los veinte, a los cuarenta nos descubrimos iguales a cualquier momento posible. Pero ¿qué sentiré a los cincuenta, a los sesenta, a los setenta?

Mañana me voy de viaje

... a la "patria". ¿Qué me espera? ¿Aterrizar sobre una enorme cucharada de dulce de leche? No se trata de eso, yo lo que dije era que la patria = mi infancia era el sabor de una cucharada de dulce de leche en mi boca, no el dulce de leche en sí.
¿Dónde está mi patria? ¿En la calle Yerbal al 400 y 500, donde viví casi toda mi infancia? ¿En el árbol de la esquina de Yerbal e Hidalgo, que fue mi árbol amigo de la infancia? ¿En el jardín de la casa de mis abuelos en Lomas de Zamora, fantástico pedazo de tierra y verde que disfrutábamos una vez por semana, y que no sé si sigue existiendo o no? ¿En la casa de Arribeños 532 en Valle Hermoso, donde nació Manuel? (No nació en la casa, pero salvo las 24 horas en la clínica, el resto del tiempo vivimos ahí). ¿En mi puente con carita? ¿Son Manuel y Rubén, mi patria? ¿La llevo adentro mío, a la patria? Si hay patria, ¿hay matria también? Entre la patria, el matrimonio, y por qué no el patrimonio también, ¡bonito moño con el que nos anudamos!
Me voy de viaje y voy a extrañar mi pueblo, es muy hermoso y estoy muy a gusto acá. Antes nunca me pasó, como acá, que mis vecinos me pidieran que pasara a despedirme, ni que me dijeran tantas veces que me van a extrañar. Voy a extrañar nuestro jardín, voy a extrañar la hamaca paraguaya (¡cómo la disfruté estos días! balancearme suavemente en la hamaca, como si estuviera en una balsa sobre el agua... con las hojas del cerezo sobre mi cabeza, y más allá el cielo...); voy a extrañar los pajaritos que cantan todo el día, desde que abro los ojos a la mañana hasta que anochece, los veo volando por sobre el jardín, se posan en nuestros árboles, hasta se animan a acercarse un poquito; voy a extrañar el río, las sierras, el puente, el cielo, el verano y el agua.
Hoy corté el pasto a la mañana (siempre lo hace Rubén, pero como no está, me tocó a mí) y a la tarde regué, y después de empapar bien la tierra caminé por el pasto mojado, feliz. Me acordé de mi ex-amiga Mónica que vendió su departamento en un piso 9 del Barrio de Once para comprarse un departamento chiquito con un jardin minúsculo, porque decía que sentir el contacto de la tierra al menos una vez al día le hacía bien. Lástima que después piró, pero en eso tenía toda la razón del mundo.
Para mis lectores asiduos (no sé si hay muchos, pero por lo menos tengo cinco o seis reconocidos; claro, dos de ellos son mis padres): hasta la vista. No creo que escriba mucho en las próximas semanas. Nos vemos a la vuelta (eso, veamonos:¡escriban ustedes también algo!).